La mirada desde lo alto

Recientemente una lectura de Pierre Hadot, el filósofo e historiador francés, me pareció que proporcionaba un cierto contexto y destacaba, al mismo tiempo, un elemento básico de La montaña mágica, que aparece de manera reiterativa, aunque su insistencia no sea quizás suficiente para destacarlo y darle el relive que merece. Se trata del hecho mismo de «la montaña», del hecho de que Hans Castorp y sus compañeros estén arriba. Esto, como bien se sabe, es recalcado por el narrador, pero lo que quizás no se subraya tanto es el hecho de que quien está arriba «mira desde arriba». Hay, justamente, en una obra de Hadot titulada Memento vivere, un capítulo titulado «La mirada desde lo alto», en el cual Hadot introduce este asunto del siguiente modo:

«Hans Blumenberg ha afirmado, en la estela de Jakob Burckhardt, que los hombres de la antigüedad y de la Edad Media habrían experimentado una verdadera inhibición al mirar el mundo desde lo alto o al representárselo como visto desde lo alto por los hombres. Este tabú resultaría del carácter sagrado de las cumbres montañosas y del temor que el hombre primitivo experimentaría ante ellas. […] Se trata aquí, por desgracia, de una afirmación completamente arbitraria. […] Lejos de ser un tabú, la mirada desde lo alto era una necesidad vital. El hombre antiguo buscaba las cumbres, los puntos elevados, por su utilidad en la vida cotidiana y su importancia estratégica. En los poemas homéricos a menudo se trata de la atalaya (skopié), que permite observar a lo lejos…» (Hadot, Memento vivere, 53)

Al inicio del capítulo V, en el primer subcapítulo titulado «Sopa eterna», Hans Castorp se enfrasca en una discusión con Settembrini, en la cual llegan a discutir acerca de la forma de vida de los hamburgueses, de su frialdad y, finalmente, de lo que Castorp considera, su crueldad. Esta percepción de la sociedad a la cual él pertenece, le llega como el resultado de una reflexión a la que sólo pudo entregarse habitando en las cumbres de Davos, en el sanatorio Berghof, obligado a permanecer allí por lo que parece ser un padecimiento respiratorio serio. La mirada desde lo alto de la montaña mágica, permite apreciar rasgos de la vida en lo llano, que eran indiscernibles, que no podían ser apreciados a causa de una especie de falta de perspectiva. Castorp reconoce que es justamente el poder tomar distancia y perspectiva de  su situación (existencial) en el sanatorio, lo que le proporciona ese conocimiento precioso sobre su propia gente.

Amor y muerte

La segunda sección del capítulo V de La montaña mágica que se titula “Dios mío, veo” pone en conjunción el amor y la muerte. Los pone en conjunción si advertimos que la exclamación «dios mío» marca el instante de mayor intensidad en el relato de ambas experiencias; los pone en conjunción como dos temas que se suceden: el reencuentro de Castorp con Madame Chauchat en el comedor. Pero también los pone en conjunción a través de la mediación de la enfermedad, en la sala de espera del consultorio de Behrens, lugar en el que se encuentran casi con sorpresa, nuevamente el héroe y aquella mujer por quien su corazón late desasosegado. El amor, o el enamoramiento, que como dice el narrador, es un término que toman prestado de las tierras llanas (no sabemos bien cómo nombran los de arriba esta situación existencial y afectiva), ha progresado considerablemente durante las semanas que Hans Castorp ha guardado cama:

“Impone añadir aquí que los sentimientos íntimos de Hans Castorp hacia la enferma de la mesa de los «rusos distinguidos», la vinculación de sus cinco sentidos y de su humilde ser con aquella persona de mediana estatura, de andares de gata y ojos de tártaro –en una palabra: su enamoramiento (atrevámonos a escribir esta palabra, a pesar de ser un término del mundo de «allá abajo», de las tierras llanas y de que pueda dar pie a pensar que la canción «Una sola palabra de tus labios» pueda aplicarse de alguna manera a este caso)– habían hecho grandes progresos en aquellas semanas de aislamiento.»

Se llega a discutir a este respecto, el comportamiento “juguetón” del narrador, quien en la sección precedente, en la que nos relata lo acontecido en las tres semanas de reposo en cama, omite contar que el tiempo se le fue rápido al enfermo, en parte porque lo ocupó pensando en la mujer de su corazón, en Claudia Chauchat.

Al relato del sentimiento y el desasosiego amoroso le sigue el recuento que le hace a Castorp la institutriz acerca de los flirteos reales o aparentes, de la Chauchat con un hombre de Davos y con el propio Beherens quien la ha requerido como modelo para sus ejercicios de pintura. Hans Castorp sufre de celos.

El segundo momento de la segunda sección está ocupado casi enteramente por la visita al doctor Beherens y por el examen del tórax mediante radiografía y mediante radioscopia. Es en esta situación en la que se producen una serie de reflexiones sobre la muerte, de las cuales el siguiente fragmento da una buena síntesis:

“Hans Castorp vería el interior de su propia tumba. Vería el futuro fruto de la descomposición, gracias al poder lo vería anticipadamente; vería la carne que formaba su cuerpo descompuesta, aniquilada, convertida en una niebla evanescente, y en medio de ella –esmeradamente cincelado– vería el esqueleto de su mano derecha, en torno de cuyo anular flotaba, negra y fea, la sortija heredada de su abuelo: duro objeto terrenal con el que el hombre adorna su cuerpo, abocado a descomponerse y a dejarlo otra vez libre para que otra carne pueda lucirlo durante otro lapso de tiempo. Con los ojos de aquella tía lejana, de la familia Tienappel, vería ahora una parte de su propio cuerpo, la vería con penetrantes ojos de visionario y, por primera vez en su vida, comprendería que también él habría de morir una vez.”

Un tema que fue ampliamente discutido, un poco al margen de los dos ya esbozados, tiene que ver con la conversación entre Castorp y Settembrini, a propósito de la frialdad y crueldad de los de abajo, que parece que Hans ahora, en la distancia, en la mirada desde lo alto, reconoce con mayor nitidez y, adicionalmente, lo que él considera como una sensibilidad particular que le ha conferido el hecho de haber crecido en medio de un ambiente mórbido, padeciendo tempranamente la muerte de sus seres más queridos: sus padres y su abuelo paterno.

Settembrini parece oponerse radicalmente a la tesis de Castorp, sin que esta esté muy bien delineada tampoco. Parece ser que a Settembrini le preocupa sobre todo, en aquel a quien considera su pupilo, su discípulo, su alumno, una cierta proclividad a la melancolía, a la “sensiblería” y a un cierto “aristocratismo” de la enfermedad. Contra estos peligros esgrime Settembrini una posición decididamente racionalista, viril, agonística. La muerte no es antítesis de la vida, es parte de ella, parte necesaria. Pero no le confiere a la vida un distinción especial, como tampoco lo hace la enfermedad. No por tener un contacto prematuro con la muerte está Hans Castorp mejor capacitado para reconocer la crueldad y criticar la sociedad de los de abajo. Esto no lo admite Settembrini, y en cambio le preocupa que Castorp se sirva de estos argumentos para reforzar su separación con respecto a los de abajo, y complacerse en su situación.

Otros temas propuestos:

  • La patria de los de arriba
  • La cureldad de los de abajo
  • Monotonía del tiempo en la enfermedad
  • La corriente subterránea de la conciencia y su concreción consciente

(Relatoría escrita por Germán Vélez)